lunes, 12 de abril de 2010

UNIVERSIDAD: DEMOCRACIA O POLÍTICA DE LA ANTIPOLÍTICA

La reciente “consulta universal” realizada en la Universidad Nacional del Altiplano (UNA-Puno, Perú) con la finalidad de determinar los candidatos a Rector y Vicerrectores Académico y Administrativo, sobre los que la Asamblea Universitaria debe tomar una decisión en fecha especialmente convocada pare ello, y de la cual fui activo participante, me conducen a efectuar las siguientes reflexiones en caliente que me parecen oportunas y necesarias, sobre los asuntos de la política y el cambio en la institución universitaria.

La política como actividad social orientada a la disputa por el acceso y control de poder, en términos generales, conjuga en sí misma dos dimensiones sustanciales de la vida humana: la dimensión ideal de las ideas, principios y utopías, que le da sentido y proyección a los actos de los individuos y colectivos sociales; y la dimensión, más prosaica, de los intereses particulares, las pasiones y las ambiciones de quienes intervienen en ella; de manera tal que la forma como se conjugan y entretejen ambas dimensiones en la vida práctica de los sujetos sociales depende de muchos factores como los siguientes: la constitución de una “intelectualidad orgánica” que promueva el “buen sentido” en la conducta integral de aquellos; la traducción de este “buen sentido” en las políticas, directivas y conducción concreta de las instituciones, desde los niveles superiores hasta los inferiores; y la constitución de una reserva moral importante que haga de la política un bien necesario para el bienestar de las personas y no de su utilización.

La “intelectualidad orgánica” en la universidad, es la intelectualidad colectiva que piensa la universidad desde lo más profundo de sus raíces fácticas y desde lo más alto de sus posibilidades ideales, buscando problematizarla permanentemente, histórica e integralmente, con autonomía e independencia de criterio, para convertir a la universidad en una poderosa herramienta para la transformación a partir de lo que es propio de ella: la formación académico-profesional, la investigación y la “proyección social”; de manera tal que cuando la configuración de esta “intelectualidad orgánica” falla o fracasa, se sobrepone irremisiblemente la dimensión de la vida prosaica en la política sobre la dimensión utópica en la misma, ingresándose al terreno peligroso y abominable de los intereses individuales desatados e incontrolables.

En la universidad pública desgraciadamente muy pocas veces, a lo largo de su historia, se ha tenido la emergencia de una “intelectualidad orgánica” colectiva capaz de inteligir con sapiencia la temática universitaria y de hacer de la universidad el centro más importante del saber, la investigación, la cultura, la ciencia y la tecnología. A lo sumo se ha tenido una “intelectualidad académica” pero no “orgánica”, buena en los asuntos particulares de la academia y de las especialidades profesionistas que exige el aparato económico de la sociedad global, pero mediocre en cuanto a su identificación y actuación en el campo del compromiso social de la universidad.

El mundo de la industria capitalista al reconfigurar pálidamente a la universidad, a su imagen y semejanza, en el transcurso del siglo XX, le arrebató sus energías vitales y la despojó de su elan vital crítico y transformador, para convertirla en una corporación de particularidades barnizadas de política, utópicas por afuera y conservadoras y reaccionarias por dentro. La “reforma universitaria” fruto del Grito de Córdoba sólo se quedó en las estructuras formales de la universidad, en los gestos y los símbolos de una autonomía universitaria, un “cogobierno estudiantil”, una libertad de cátedra y una “cátedra paralela” que jamás produjeron resultados plausibles en una conjunción beneficiosa de la política con la academia, deslizándose la universidad por el barrizal de una conducta doble: formal en lo académico-científico y repulsiva en lo político. La izquierdización de la misma en los años 60 y 70, tampoco trajo una solución a este conflicto existencial, porque el dogmatismo irresponsable y el mecanicismo estúpido de los liderazgos “rojos” de esa época terminó por agotar las últimas reservar de inteligencia seria en la universidad.

Esta conducta de “cuerdas separadas” ha posibilitado, en consecuencia, la irrupción en la política universitaria de lo más nefando de la política global caracterizada por la demagogia y el populismo, la mentira fácil, la hipocresía, la corrupción (sustitución del bien interno de la política, que es la búsqueda del bienestar de los demás, por el dinero, el prestigio o el poder), la instrumentación de los sujetos sociales, y de cuanta basura ha servido y sirve para que, por ejemplo, algún ambicioso candidato a las esferas del poder quiera auparse en el mismo. Todo ello, operando como una aplanadora increíble sobre la mente y el espíritu de muchos alumnos, docentes y graduados para limitarlos en sus posibilidades configurativas de una conciencia crítica, libre y autónoma en sus decisiones para decidir con responsabilidad. Estamos, en otras palabras, ante una política de la antipolítica, ante una política que niega el derecho sustancial de la persona a decidir sobre sus propios actos; o ante una política que manipula las circunstancias de vida de los sujetos universitarios de la política (evaluaciones académicas, control físico del voto, estabilidad laboral, ascensos y ratificaciones, etc.) para convertirlos en simples sujetos votantes, desmereciendo su calidad de ciudadanos e impidiendo el desarrollo de la ciudadanía en la universidad. Y si este es el enfoque negro y atroz de la política de la cual parten los actores centrales de la política en la universidad, la dimensión académica experimenta irremisiblemente sus efectos en varios de sus aspectos como es el de la relación docente-alumno que también se tiñe de instrumentalismo, directivismo y cosificación; la calidad formativa sesgada hacia lo cognoscitivo operante, completamente extraña a los valores éticos y la conducta moral de las personas; y una despersonalización absoluta de los actores académicos como actores de la vida pública institucional y de la vida pública social.

Al fallar el “buen sentido” en la política universitaria que es la política moderna de libertad, conciencia, responsabilidad y ciudadanía, como sucede en otras universidades, falla, igualmente, la obligación de la universidad de garantizar una formación integral de los futuros académicos y profesionales; falla en su misión de ser un agente activo del desarrollo humano en el medio regional y nacional, porque de qué desarrollo humano se podría hablar si la propia universidad es el más pobre ejemplo de subdesarrollo humano desde los microespacios donde se desenvuelven las relaciones humanas cotidianas. La crisis de la universidad, así, no es sólo de título y grados en su relación con el mercado ocupacional, de conocimiento y de política formal, sino también de valores.

La necesidad de construir un nuevo sujeto de la política en la universidad, de este modo, está al orden del día ahora más que nunca. De un sujeto político que integre creativamente la política, en su bien interno, con lo académico en su más alta calidad; que sepa reflexionar y actuar con libertad; que se informe y exija información y transparencia en los actos de las personas; que sea amplio y desprejuiciado en cada uno de sus actos; y que sea vigilante severo, de quienes asumen responsabilidades de gobierno en la universidad, en el cumplimiento de cada una de sus promesas.